“La Maga es un alma vieja”, dijeron la otra noche de mi amiga la Maga.
Y mientras yo la miraba disfrutar un café “sorocabana” con una paciencia infinita y el placer de un niño, me puse a pensar que debe ser cierto. Que ha de haber algo antiguo en el alma de la Maga. Que si no se la conoce (a ella, a la Maga), igual se le sospecha (a ella, a su alma).
Pero la Maga no repara en mi pensamiento. Está absorta, bamboleando sus grandes ojos marrones dentro de la taza.
Saca la mirada del café, me mira y me cuenta que se va a comprar un tocadiscos, y que no puede salir de su asombro porque no puede creer lo caros que están.
Ajá. Un tocadiscos. Pienso que me toma el pelo. Una chiquilla que vino a nacer cuando yo estaba empezando la secundaria. ¿Dónde habrá escuchado un disco de vinilo? ¿Qué le habrá llamado la atención del ruido a púa lastimando sin compasión canciones de otra época? ¿Qué puede creer que esconden esos armatostes, más que un sonido que ni se acerca a la calidad tecnológica de nuestro tiempo? (Qué manía con la belle époque, pienso mientras se me viene a la cabeza la imagen de la Remington que descansa sobre un baúl en mi estudio).
Después me habla de lo mucho que le gusta sentarse sola en el bar (no en cualquier bar sino en un bar en particular). Me explica cómo levanta la mano antes que el mozo se le acerque (así ¿ves?, dice) y de cómo, cada vez que pide un güisqui tiene que recalcar: sí, sí, un güisqui por favor.
La Maga se sienta sin reparar en los gestos desaprobatorios, de lástima o desconcertados de todas esas caras acostumbradas a no mirar. Me dan gracia, pobres. No saben que es ella, sentada a solas con su vaso de güisqui y a contramano del mundo, la que los escruta desde ese rinconcito donde cada tarde de por medio se agazapa, se esconde tras sus lentes, se tapa la cara hasta la nariz con un libro y ¡que pase el que sigue!
La Maga me dice que le gustan tanto, tanto pero tanto los libros en papel... Y también los tatuajes. De esa extraña combinación (nada sucede por simple azar en el universo de mi amiga la Maga) le vino la idea de tatuarse “
Toco tu boca…” en el antebrazo; -y el que no lo entienda, que no lo entienda-, murmura sacudiendo la cabeza.
De pronto la Maga hace un largo silencio, como si hubiésemos llegado a la antesala de un momento definitivo. Luego me habla de su miedo a las palomas con la misma tenacidad con la que hablan los niños asustados de los monstruos que crecen debajo de sus camas. Pero no alcanzo a hacer ni un solo comentario que ya me está clavando sus ojos serios para preguntarme por qué se termina el amor.
Entonces pienso que sí. Que tienen razón: que mi amiga la Maga es un cuerpo joven abrazando un alma vieja. Una muchacha atada a un hilo ancestral que la une vaya a saber con qué cielos y con qué infiernos. Una joven mujer, atravesada por tempestades y desiertos de otros tiempos.
Lo confirmo cuando me confiesa sus noches insomnes y llenas de preguntas que no consiguen nunca respuestas.
O mientras la miro "hacer durar" su café sorocabana con la misma paciencia infinita con la que lo empezó.
O cuando espío sus grandes ojos marrones asentados en el vidrio de la cafetería que la protege de las desavenencias con la vida.
O mientras la disfruto observarlo todo aún con asombro.
Todavía con asombro.