Esa mujer que ves es nuestro escudo, nuestra armadura contra un mundo hostil e innecesario. Un mundo que nos haría añicos sin esta coraza que nos he inventado a fuerza de años vividos, de errores cometidos y de aciertos bienvenidos.
Esa mujer que ves, dejame que te diga, tiene en sus manos una tarea indispensable: es la encargada de sostener al resto de nosotras; está a cargo de encastrar en una sola pieza a todas las mujeres que soy, de armarnos en un perfecto e indisoluble rompecabezas que nos muestre al mundo como una única composición.
Pero a veces sucede que esa mujer fuerte y valiente que ves salir cada mañana, esa mujer que porta sólo desafío en su mirada y que pareciera llevarse el mundo por delante, esa mujer aguerrida que no le teme a nada trastabilla, tropieza, se cae. Se da de bruces contra el suelo y hace trizas nuestra coraza. Y entonces: la hecatombe.
Porque cuando eso sucede, cuando esa coraza que nos he construido se cae, todas las mujeres que me habitan se sientan descalzas en el cordón de la vereda, con los ojos húmedos puestos en la nada, con las manos perdidas en el más irracional de los temores. Con la postura inexorable de los derrotados. No se mueven. Ni siquiera parpadean: tienen el pánico pegado a la espalda.
Se limitan a observar nuestra coraza tirada en el piso, y se adueñan todas ellas de una incapacidad absoluta por ayudar a reconstruirla.
Es que cuando eso sucede, se rompe la paz interior, se pierde el equilibrio, se desarman los esquemas, estallan en mil pedazos las contradicciones.
Cuando eso sucede, las mujeres que me conforman se desparraman dentro de mí. Resbalan, caen en oscuros precipicios, se pierden en selvas laberínticas, emanan rabias pasadas, fagocitan recuerdos futuros, se vuelven inflamables, inciertas, peligrosas. Deambulan por mi cuerpo sin rumbo preciso, se pierden en callejones inhóspitos, no hallan ni ganas ni fuerzas por encontrar una salida al caos en que se han visto sumidas por un simple resbalón.
Comprenderás entonces que no soy esa única mujer que ves. Comprenderás ahora mi pedido: si algún día llegás a ver trastabillar a esa mujer que atraviesa la puerta cada mañana, si la ves irse de bruces contra el piso, si al intentar ayudarla te muestra el fondo de unos ojos desvaídos e imprecisos, tendele la mano. Y ayudala a levantarse. Por ella y por todas las que somos, es menester que se rearme.
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