15 de marzo de 2013

Duelo


Hoy me acurruqué en el sillón del living y me tapé con la manta color café que me regaló mi madre cuando yo ya no era tan niña. Sentada, me fui haciendo un ovillo cada vez más pequeño, con mis brazos rodeando ambas piernas a la altura de los tobillos y con la cabeza metida entre las rodillas. El frío casi abrupto con el que empezó el día fue invadiendo los recovecos de toda la casa al punto que debí cerrar todas las ventanas. Aún así, estaba helado. Con la nariz pegada a las piernas absorbí el olor a encierro de mis joggings grises, recién salidos de la valija en la que duermen su verano todos mis abrigos. Respiré tantas veces su olor que dejé de sentirlo de antaño y todos mis sentidos se aclimataron a la temperatura naciente.
Empezó el invierno. Qué sabrá él de mi estado de ánimo si hasta ayer nomás sólo conocía mi dolor la hojarasca que crujía bajo mis pies, mientras los árboles, impúdicos, me señalaban un camino dorado y salpicado de nubarrones.
Ahora que el otoño se ha ido, se ha llevado con él las hojas muertas y el olor a tierra mojada. Se llevó también una pequeña partecita de mi aflicción: un paseo que dimos por un camino ya olvidado, en el que nos miramos por primera vez a los ojos y no hicieron falta palabras; y una ya lejana tarde otoñal en la que remontamos barriletes como si de ello dependiera nuestro destino.
Pero ahora que empezó el invierno, el frío y yo tendremos que acostumbrarnos. Acomodar los cuerpos. Yo lo haré con abrigos. El, llevándose algunos de mis sentires.
Puestos a elegir, sé que se llevará aquel momento -de no hace tantos años atrás- en el que tiritando de frío pero muertos de risa, vimos juntos por primera vez un amanecer sentados en la playa, frente al mar, tapados con una vieja colcha marrón que apestaba a humedad y tenía más agujeros que un colador.  
Ahora es invierno. Antes, cuando supe que no iba a volver a verte, había sido verano.
Fue un verano -que olía a damas de noche y a geranios- cuando saltaste la tapia que unía tu casa con la mía, te escabulliste entre los ligustros y con la cabeza llena de hojas y las palmas de las manos rojas de raspones, trepaste hasta mi ventana. Y fue también verano cuando, sentados en el mismo sillón contra el que ahora que empezó el invierno me acurruco, salieron de tu boca (esa que tanto amaba) las palabras más bellas que jamás había oído y se quedaron suspendidas un instante mágico en el aire.
Pero antes que el invierno se metiera por mi ventana y me obligara a sacar mi manta color café; incluso antes que el otoño se abriera paso entre los últimos calores del verano, fue primavera. En una primavera que sabía a ropa secada al sol y a baldosas recién regadas, tu boca tocó la mía y yo sentí, por primera vez, cómo tu cuerpo entero temblaba apoyado contra mí.
También en primavera cantó un colibrí y vos me explicaste que los sonidos de cortejo de los colibríes machos eran producidos por el viento que atraviesa las plumas de sus colas cuando éstos hacen picadas en el aire.
Y ahora que empezó el invierno y el ciclo de las estaciones está terminando de dar la vuelta completa, sé a ciencia cierta que la rueda arrastrará consigo el último vestigio de vos.
Lo sé porque después que te fuiste hicimos un pacto. Ellas y yo.
Ellas se llevarían a su paso el sabor amargo de este pecho estrujado, de este nudo en la garganta que aún siento a veces al tragar, de estas lágrimas inservibles que lloran porque no estás, de este silencio que inunda la casa y no me deja en paz, de los cajones vacíos que no se volverán a llenar, de tu presencia fantasmal que -por más que insisto- no se va, de este sinsentido que no es mío pero está.
Mi parte del trato sería más terrenal. Yo, por mi parte, me sentaría -a corazón abierto- en el sillón del living para que cada una de ellas se asomara a diagnosticar el cierre, lento pero certero, de la cicatriz que me dejaste al marchar.

7 de marzo de 2013

Homenaje


Saber que te has ido para no volver: el eterno desconsuelo de los ateos. Esa certeza de saberte ya en ninguna parte. Esa irrefutable evidencia de que no te has ido más que a la tierra de donde viniste un día, y ya pronto ni siquiera ahí estarás.
¿Cómo me encontraste? Si te fuiste así, tan rápido, que ni tiempo tuvimos de decirnos nada.
Al principio no te reconocí. O quizás me costó creer que fueras vos. Pero luego te oí venir. Fueron tus pasos los que te delataron. Ese andar de tus pies pesados raspando el suelo a medida que te acercabas.
Pude espiarte por la mirilla del ojo izquierdo mientras achicabas la distancia que nos separaba. Después te perdí un segundo. Pero sólo fue el instante previo a presentir tu sombra justo detrás de la mía. Sentí cómo tus manos se asentaban sin apuros sobre cada uno de mis hombros. Apreté fuerte los ojos, a destiempo, pero qué podía hacerle. Fue tarde para atajar las lágrimas que rodaban cara abajo y se estrellaban contra el piso. Las que logré atrapar se diluyeron tras los párpados cerrados para rearmarse del otro lado -como quien aprieta una bolita de mercurio y luego junta sus pedazos a empujones- uniéndose al resto de paracaidistas suicidas.
Fue tu voz la que habló a mis espaldas: “no, no. No empieces tan temprano”. Me quedé muda. No entendí la sentencia. ¿Era simplemente el anuncio de que ahí estabas? Siempre solías anunciarte con maneras sinsentido, con frases desconexas. Y parecías no haber perdido la costumbre. Pero yo ya sabía que ahí estabas: si eran tus manos gruesas y ajadas las que tomaban mis hombros como si no fueran a soltarlos jamás.
Respiré olor a tabaco, ese que tenías impregnado en la piel desde hacía tanto tiempo. Pude ver tus dedos amarillentos, de uñas ya marrones. Me pareció oír que también tosías. Pero no estoy muy segura.
No abrí los ojos. Era lindo reconocerte con todos los sentidos. Respiré más hondo y me choqué con ese conjunto azul de grafa que usabas en las fábricas. Pasaste por tantas (y siempre la misma camisa, siempre el mismo pantalón).
Ya no te veo, es cierto. No podré volver a verte nunca más. Y sufro el eterno desconsuelo de los ateos.
Pero qué suerte que hoy viniste. Qué suerte que hoy pudiste encontrarme acá, sentada en este banco marrón que huele a pupitre de escuela y a tiza recién borrada del pizarrón.
Si hubiera sido por mí, no hubiera sabido por dónde empezar a buscarte.
Sí, sí. Ya lo sé. Creeme que lo entiendo. Sé que no será fácil que nos volvamos a encontrar. Sé que quizás pasen meses. O años. Es esa manía que tienen los sueños, ¿viste? Tan impredecible, tan laberíntica, tan empecinada en que volvamos a perdernos.
Pero qué bueno que hoy pudimos vernos. ¿No creés? Nos lo debíamos.
Digo: más allá de los besos y los abrazos que nos faltaron, nos debíamos este habernos encontrado.
Hasta la próxima, viejo. Hasta siempre.
Mi foto
Córdoba, Córdoba, Argentina
Guillermina Delupi© nació en San Luis en 1975. Actualmente vive en Córdoba. En 2011 participó del Primer Certamen de Ensayos "Las Nuestras. Mujeres que hicieron historia en Córdoba" y su ensayo fue publicado en un libro que reunió los relatos ganadores. En diciembre de ese año La Central, revista cordobesa de cultura, publicó su relato: "El hacedor de pollitos de colores". El diario Los Andes (Mendoza) publicó en 2012 el cuento "Noticia de una muerte" y en diciembre de 2013 la revista Rumbos digital publicó su relato "Las mujeres de mi familia". En 2014, la editorial Dunken incluyó su poema "De una vez" en la compilación "Letras del Face 3" y seleccionó “El hacedor de pollitos de colores” para integrar el libro de cuentos “Viajá conmigo”. En junio de 2014 ganó el 3° premio en el certamen literario nacional Paco Urondo y en septiembre Marcel Maidana Ediciones editó su eBook: “Fantasmas de otros”. En junio de 2019, su primer recital de poesía recibió un beneplácito del Concejo Deliberante de Córdoba por su aporte a la cultura. Ah, su amiga Emma Gunst (emmagunst.blogspot.com.ar) publicó tres de sus poemas en el blog que reúne a mujeres poetas de todo el mundo y de todos los tiempos.