Cuando mi amiga Clara me mostró por primera vez su e-reader sentí que el mundo se me venía abajo. Ni más ni menos que ella, ávida lectora de toda la vida (leía un promedio de 100 libros al año y ninguno de sus dos hijos –ya pasados de adolescencia– se iba a dormir sin antes escuchar las historias de Harry Potter, Tolkien o hasta el mismísimo Roberto Arlt, en una especie de pacto sagrado que tenían desde su niñez).
Escuché atentamente todas las bondades –que a mis oídos no sonaban más que a débiles atenuantes– de tener uno de estos aparatejos electrónicos: libros que aún no llegaban a nuestro mercado literario, tener en menos de 500 gramos setecientos títulos de la más diversa índole –algunos de ellos incluso inéditos en papel–; sin contar los beneficios que traía el no acarrerar con tres o cuatro libros encima al salir de vacaciones.
Volví a casa devastado. “Con los libros no, los libros son otra cosa”, pensé.
Antes de seguir, una aclaración necesaria: no soy una persona que se lleve mal con la tecnología ni mucho menos. De hecho, todo lo contrario: tengo dos celulares (uno de ellos inteligente), una notebook y estoy en cuanta red social y microblogging alguien ose preguntar. Si hasta leo tres o cuatro diarios desde mi Blackberry los domingos a la mañana, mientras el diario local duerme sobre la mesa del comedor.
Y para el registro, si mi persona tuviese que definirse según las estrictas acepciones de la Real Academia Española, seguramente la definición sería: Dícese de aquella persona que gusta de acumular libros en su biblioteca y los ordena por tamaños, por colores, por autores, por títulos, o por qué más da.
Una segunda acepción (quizás un tanto más dura) apuntaría lo siguiente: Dícese de aquella persona que tiene marcada propensión a la compra de libros, a pedirlos prestados (en ocasiones también a prestarlos), a tomarlos con disimulo de la casa de sus amigos o simplemente a llevárselos descaradamente de la casa de la mayoría de ellos, de manera tal que los acumula sin solución de continuidad.
Y una tercera acepción (ésta sí, ya lapidaria) me acusaría de acaparar todo material literario que cae –accidentalmente o no– a mis manos.
(Si hasta mi pobre madre, dueña de una vasta biblioteca se ha visto saqueada por mis conductas casi delictivas: todo libro que por herencia iría a parar a mis manos de cualquier modo, ya forma parte de mi frondosa biblioteca).
Tal vez se debió a mi comportamiento un tanto insano, que el hecho de que Clara se comprase un e-reader me había hecho sentir solo, abandonado y a la deriva en mi cruzada.
Decidí entonces subir a la biblioteca (quizás el último bastión que me quedaba). Abrí la puerta, todo estaba tal y cual lo había dejado. Recorrí los estantes con la mirada y repasé uno a uno los libros que descansaban –en un estado de letargo que me fascinaba contemplar– sobre los estantes.
Con mi dedo índice viajé al interior de cada uno de ellos. A mi paso los lomos se agitaban y sobresalían como un gatito siamés que siente la mano de su amo a punto de acariciarlo.
Elegí uno que me hizo cosquillas saliéndome al paso torpemente, lo saqué de su lugar en el estante, soplé el polvo de su portada y leí: “Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain”. No pude evitar sonreír, el solo hecho de tenerlo entre mis manos me transportaba casi treinta años atrás, cuando lo había leído por primera vez. “La tía Polly… ¡si hasta yo le tenía miedo y hubiese huido en cuantito me mandara a pintar la cerca de punta a punta!”, pensé.
Abracé el libro contra mi pecho y retrocedí un par de pasos hasta poder contemplar en todo su esplendor mi vasto tesoro.
Qué colores, qué contrastes, qué diversidad de tamaños (y de formas), cuántos mundos eran los que había detrás de cada uno de aquellos libros.
Parado en el medio de mi biblioteca, volví a pensar en el e-reader. Pensé que entonces este bicho electrónico vendría a representar, en una clara treta macabra del destino, a mi biblioteca. “Sólo que a la enésima potencia”, pensé segundos después de establecer tamaña comparación.
Tomé el libro tal y como me había enseñado mi madre: con la mano izquierda teniéndolo desde abajo, como se tiene a un bebé recién nacido; entre los dedos, la portada y la contratapa.
El pulgar de la mano derecha fue el encargado de hacer el resto: pasar una a una sus páginas hasta que la brisa tocara mi cara y el olor de sus páginas se metiera de lleno en mi nariz. Entonces el ritual de siempre, cerrar los ojos y dejarse llevar. Olía a papel viejo, a letras olvidadas, a fábulas pasadas, a mundos fantásticos, a personajes inolvidables: olía a un mundo de historias esperando, acurrucadas, el momento de salir, de ser liberadas.
Pensé otra vez en el e-reader. ¿A qué olerá un e-reader? No podía ir con semejante pregunta a ver a mi amiga Clara. No quería ponerla en semejante compromiso, máxime a sabiendas de que era una pregunta retórica. En definitiva, una pregunta sin sentido.
“Los e-readers no huelen a nada, del mismo modo que los androides no sueñan con ovejas eléctricas”, refunfuñé mientras bajaba las escaleras.
Al llegar abajo tropecé con mi hijo que paseaba por el living sus ocho años de edad leyendo ni más ni menos que Las Aventuras de Tom Sawyer, aunque en una versión abreviada del título original. Iba por el capítulo cuatro, capítulo en el que, un lunes por la mañana –días tristísimos para Tom porque debía volver a la escuela–, la tía Polly le sacó a la fuerza un diente flojo con un hilo y lo puso de patitas rumbo al colegio.
Sentí curiosidad y me senté a contemplarlo. Tras verlo pasar un par de hojas, le hablé.
Cuando le pregunté qué era lo primero que hacía cuando un libro llegaba a sus manos (tuve que repreguntar para que entendiera de qué estaba yo hablando) se limitó a encogerse de hombros y decir: “sólo empiezo a leerlo”.
Volví a pensar en el e-reader. ¿Qué hace uno con un lector electrónico de libros cuando éste llega a sus manos?
La respuesta me cayó como balde de agua fría: exactamente eso, comenzar a leer.
Ahora no era sólo mi amiga Clara la que había echado por tierra todos mis rituales al empezar a leer un libro, comprándose su bendito e-reader. Ya eran dos: mi hijo se sumaba a la cruzada demostrándome que el único fin posible de un libro era ser leído sin mayores preámbulos.
Pero yo no quería tener un e-reader. Yo quería tener mi biblioteca, acrecentarla cada vez más, si he de ser del todo honesto. Verla alcanzar un tamaño tal, que tuviese que seguir agregando estantes para alojar mis nuevas adquisiciones.
¿Cómo podía ser que alguien empezara a leer un libro así, sin más? Arrancar de buenas a primeras por el capítulo número uno, sin antes haberlo hojeado siquiera, sin leer la reseña, sin mirarlo a ambos lados, sin ver su contratapa. Sin siquiera leer –o repasar– los datos del autor. Sin dejarse llevar por ese olor que encerraba todo por conocer, que atrapaba aquellas letras parejas que conducían a cada una de las diferentes historias. ¿Sería yo el que, entrado en años, me había quedado en el tiempo y ya los libros no se disfrutaban de la misma manera? No es que no me deleitase con cada una de mis lecturas, no es eso lo que trato de significar. Sólo que me era imposible concebirlas sin todo aquel ritual previo.
Gané la calle, caminé tres cuadras y ya estaba adentro de la librería de mi barrio. Escuché cómo la campanilla que colgaba en la puerta anunciaba mi llegada; el viejo librero hizo el ritual de siempre: bajó con el dedo índice sus anteojos hasta la punta de la nariz, me mostró una sonrisa a la que le faltaban un par de dientes y volvió a la lectura de su libro sobre el mostrador.
Me adentré entre los escaparates sin una ruta preestablecida. Me gustaba perderme entre los estantes, dejar que los autores fueran sorprendiéndome a medida que avanzaba. Sin un orden preciso, iba leyendo títulos de arriba hacia abajo, saltaba de una punta a la otra, caminaba en cuclillas varios pasos y mis pies me elevaban hasta el último de los estantes al instante siguiente. Siempre celebraba que casi nadie visitara la vieja librería: me asemejaba bastante a un mal bailarín de música árabe cuando me encontraba en esos menesteres.
En pocas ocasiones entraba buscando algo en particular, pero jamás había logrado irme sin un libro bajo el brazo.
Ensayé varios pasos más de baile mal dados y ya estaba en condiciones de volver a salir a la calle. Porque, cómo decirlo: las librerías eran para mí un refugio contra el afuera; un salto en el tiempo. Una bocanada de aire fresco, un túnel hacia todos lados.
Pasadas algunas semanas, la cotidianeidad y la rutina diaria habían logrado arrancarme –o en el peor de los casos aplacar– la sensación de desasosiego que se me había metido dentro desde que visité por última vez a mi amiga Clara. En resumidas cuentas, había llegado a un acuerdo conmigo mismo; si Clara quería tener su e-reader, allá ella. Yo no era quién para cuestionar sus decisiones. Después de todo yo la quería más allá de determinados actos, aunque algunos fuesen tan incomprensibles para mí como éste. (¡Comprarse un e-reader! ¿Dónde se había visto eso?).
Era la mañana de navidad. El silencio que reinaba en mi habitación se vio interrumpido de repente por 26 kilos que cayeron como una bolsa de papas sobre mis costillas, al son de un cántico ininterrumpido y agudo que recitaba: “arriba, arriba, hay que levantarse”.
Medio dormido aún, alcancé a comprender por qué, siendo las ocho treinta del sábado, el pequeño se empecinaba en levantarme: quería darme mi regalo. Bajó las escaleras a los tropezones, corrió a buscar mi paquete de abajo del árbol y en menos de un minuto ya había vuelto a aterrizar sobre mi cama. Tomé el regalo entre mis manos. Lo agité un poco. Me lo llevé al oído al tiempo que le preguntaba si hacía ruido. Lo desenvolví lenta y parsimoniosamente mientras disfrutaba de sus gestos desesperados y de su cara, que iba mudando gestos a razón de uno cada tres segundos y medio.
El último envoltorio cayó al piso y asomó en su interior un e-reader. Lo miré desconcertado, al tiempo que una sonrisa que iba de punta a punta de su carita redonda me pegaba en lo más hondo de mi ser.
Entonces lo oí. Él, con su vocecita colmada de impaciencia, me decía: “ahora vas a poder tener toda tu biblioteca acá adentro, pá”.
15 de mayo de 2012
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- Guillermina Delupi
- Córdoba, Córdoba, Argentina
- Guillermina Delupi© nació en San Luis en 1975. Actualmente vive en Córdoba. En 2011 participó del Primer Certamen de Ensayos "Las Nuestras. Mujeres que hicieron historia en Córdoba" y su ensayo fue publicado en un libro que reunió los relatos ganadores. En diciembre de ese año La Central, revista cordobesa de cultura, publicó su relato: "El hacedor de pollitos de colores". El diario Los Andes (Mendoza) publicó en 2012 el cuento "Noticia de una muerte" y en diciembre de 2013 la revista Rumbos digital publicó su relato "Las mujeres de mi familia". En 2014, la editorial Dunken incluyó su poema "De una vez" en la compilación "Letras del Face 3" y seleccionó “El hacedor de pollitos de colores” para integrar el libro de cuentos “Viajá conmigo”. En junio de 2014 ganó el 3° premio en el certamen literario nacional Paco Urondo y en septiembre Marcel Maidana Ediciones editó su eBook: “Fantasmas de otros”. En junio de 2019, su primer recital de poesía recibió un beneplácito del Concejo Deliberante de Córdoba por su aporte a la cultura. Ah, su amiga Emma Gunst (emmagunst.blogspot.com.ar) publicó tres de sus poemas en el blog que reúne a mujeres poetas de todo el mundo y de todos los tiempos.
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