salgo a la calle y cruzo el puente que me lleva
hacia el centro de la ciudad.
Todos huyen de esa mole de cemento
que los condena a la alienación y la ceguera
pero yo voy en busca de la Maga
y me adentro en ella.
y me adentro en ella.
Llego a nuestro punto de encuentro
antes de la hora señalada,
prendo un cigarrillo y me entretengo en el vitral azul y blanco
que divide uno de los balcones de la casona antigua
que colinda con la radio.
Una paloma emprende su vuelo
en el momento exacto en que ella cruza la calle.
Está hermosa (es hermosa).
Nos abrazamos
y emprendemos la caminata.
y emprendemos la caminata.
Le echo en cara su excéntrica idea,
ella ríe y se deshace en promesas:
de su mano veré el encanto del centro un sábado por la tarde.
El viaje empieza en Alvear y 25 de Mayo,
nos perdemos por las peatonales vacías:
yo la invito a una partida de ajedrez en la Plazoleta del Fundador,
y ella, a merendar en Mandarina.
Cruzamos anécdotas del oficio que compartimos
para descubrirnos en las mismas fobias.
El sonido de un saxo se mezcla con una guitarra lejana
y dibuja en el aire un clima de vacaciones.
Entramos a la calle Caseros con el sol aún a nuestras espaldas.
Sólo se oye el sonido de nuestros pasos taconeando las baldosas solitarias.
Hablamos sobre las tristezas, el amor y la muerte.
Llegamos a una esquina y se abre ante nosotras
el ‘jardín de los senderos que se bifurcan’.
Ella me pide que defina nuestro rumbo.
Por San Martín, desembocamos en una Avenida Colón
más vacía que de costumbre.
La invito un café en el Richmond
y le señalo el edificio más angosto del mundo.
Se fascina con La Mundial, emblema de dos arquitectos franceses.
Nos acercamos a la puerta:
uno de sus pisos está a la venta.
Toma una fotografía mientras promete hacer una cita para verlo
(también divaga un rato
sobre cómo sería vivir en un edificio tan angosto).
No puedo recordar en qué calle finalmente nos separamos.
Sé que le dí otro abrazo.
Sé que le agradecí el paseo.
Sé que prometió que nos veríamos más seguido.
Pero con la Maga siempre es así:
un encuentro furtivo y sin horarios, yendo hacia cualquier lugar.
Y esa invitación -siempre necesaria- a redescubrir lo que siempre estuvo ahí
pero que habíamos olvidado.
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