Me voy al patio, busco una reposera y la instalo debajo de algún árbol. Sin abrir aún el atado, pienso en todo lo que se esconde detrás de las cosas que la cámara capturó sin querer. Porque vos, con lo metódico que te recuerdo, seguramente no habrías querido que quedaran plasmados en el papel detalles innecesarios. Sólo retratar esa mano que brinda, esos dedos largos y finos alzando la copa y buscando el primer plano de siempre.
Es el gesto que esperaba cada navidad. Y era tu manera de hacerme saber que estabas bien. Que seguías bien, que estuvieras donde estuvieras, todo estaba bien.
No habría más que esto. Nunca habría más que esto. Entonces yo trataba de adivinarte. Me sumergía de lleno en alguna de las fotografías, me detenía en cada partecita, buscando algún detalle mínimo que se te hubiera escapado, alguna pista que me indicara dónde estabas. Pero siempre fuiste tan meticuloso, siempre cuidaste hasta el más mínimo detalle. Tal vez por eso no pude nunca encontrarte. Y tal vez eso te ayudó a salvarte.
De nada sirvió que me pasara años vagando por las casas de nuestros amigos en común, soltándoles como al pasar lo seguro que era regresar. Nadie nunca te lo dijo. O nadie nunca te convenció. O ya no supiste a qué volver.
Una tormenta se cierne sobre mí, las primeras gotas atraviesan el árbol bajo el que estoy y caen señalando los mismos objetos de siempre, que se repiten fotografía tras fotografía. Indicio al menos de que seguirías en el mismo lugar desde que te fuiste. O de que te seguirías tomando la molestia de preparar la escena para tranquilizarme, para que pareciera siempre el mismo lugar.
Nunca importaba qué fotografía sacase, siempre era la misma mano alzando la misma copa. Un rostro apenas desdibujado contra el cristal. El farol sobre el mantel de tela rojo -con duendecitos o algo al estilo- y un cenicero que nunca dejó de inquietarme. Habrías vuelto a fumar. O alguien te acompañaba.
Un poco más allá de la mesa una puerta ventana y a lo largo unas cortinas color beige, cerradas. Seguirías con la fobia del afuera. Nunca te gustó que la gente te mirase demasiado. Siempre elegiste pasar desapercibido por la vida. Vaya contradicción, exponerte así en una época en que la exposición era sinónimo de cárcel.
Te confieso que he llegado a odiar un poco tu mano. A odiarla con cariño, claro. Esos dedos alzados que me escondían el resto de vos. Porque no es cierto que te haya olvidado, pero te me has ido desdibujando con el tiempo. El fondo de tus ojos color café, el ritmo de tu respiración, el calor de tu pecho, la ronquera en tu voz, ese andar resuelto y melancólico.
Allá vos, con ese empeño en esconderte. Acá yo, con estas ansias de querer verte, aunque más no fuera a través de esa fotografía que me llegaba cada navidad sin remitente, sin siquiera unas míseras palabras.
Está bien, lo entiendo. A los fines prácticos la fotografía cumplió siempre su cometido y mantuvo en pie la promesa que me hiciste antes de irte: hacerme saber que estabas bien, que donde quiera que estuvieras, seguías ahí. Y que te acordabas de mí.
Supe por tus amigos, por tus fieles amigos, que me sabías bien, que estabas al tanto de mi vida. Y eso te bastaba. No me quejo. Yo tampoco estoy segura de haber podido escribirte si hubiese tenido un lugar al que hacerlo. Creo que no hubiese sabido muy bien qué decirte. No hubiese sabido si había palabras.
Quizás imitaría tu gesto y elevaría mi copa a tu salud. Donde quiera que estés, diría para mí misma. Y en el mismo y solemne acto dispararía una fotografía que te dejara ver aunque sea mi mano, levantando una copa a tu salud.
Al principio sería una devolución de gentilezas, una foto mía por tantas tuyas, agregando al dorso un “chin, chin” que intentara vanamente torcer el destino y que replicara, en algún punto mágico e imaginario, el sonido de dos copas al chocar.
Pero ese sería un juego peligroso. Porque aunque no pusiera fechas, ni nombres, ni direcciones, acabaríamos por caer en un interminable intercambio de fotografías, en una especie de juego de toma y daca que al principio sería divertido pero que terminaría haciéndonos bajar la guardia. Porque pese a tu meticulosidad, siempre hay un detalle que se escapa, algo que se cuela justo donde no debía. Un objeto nuevo apareciendo en la fotografía, una lámpara cansada de tanto centellar, unos pequeños orificios en el mantel de tela rojo. Un cenicero que ya no está. La ventana abierta dejando ver el mar, o las montañas, o una calle. Tu reflejo cada vez más nítido contra el cristal.
La tormenta ha escampado y deja ver un cielo perfectamente azul. Enciendo un cigarrillo, devuelvo todas las fotografías a su atado y cuando acabo de fumar pongo también el cigarrillo sobre él, aún prendido.
Me quedo sentada un rato, inmóvil frente a la incipiente fogata. Un humo tímido empieza a brotar por los costados. No quiero pruebas, pienso mientras mis manos se retuercen, ya arrepentidas, adentro de los bolsillos y mi memoria sella para sí cada detalle. Si algo llegara a cambiar, no quiero que haya pruebas.
Hay cosas que no pueden ser deshechas y la pequeña fogata me refriega en la cara lo inexorable de mi acto. Sólo una cosa me inquieta: que vos, donde quieras que estés, no sepas nunca que yo también finalmente cumplí con mi promesa. Que después de tres navidades de silencio, yo también aprendí a olvidarme del olvido.
Y me armé del coraje que no tenía. Y aprendí cómo derribar el puente. Y pude dinamitar el último bastión donde nos encontrábamos a escondidas.
3 comentarios:
Me encantó Guillermina!!!
¡Gracias! :)
Ohhh!!! Qué bueno!!!
Publicar un comentario