Lo llevo conmigo hasta la cocina
y lo asiento sobre la mesada
mientras preparo el café de la mañana.
Unos ojitos de recién nacida,
-apenas entreabiertos y en los que ya no alcanzo a reconocerme-,
me miran desde él: ¿soy ella? ¿Lo fui alguna vez?
¿Dónde está ahora la niña de esos ojos?
(Ay, del tiempo y sus torpezas,
que nos atrapa en una fotografía y nos larga a vivir la vida sin indicaciones).
El la mira, pensando vaya a saber qué pensamientos.
Ella se va quedando dormida,
envuelta en ese olor a tabaco y taller,
al son de una voz ronca que dice palabras que no son de él.
Dos cosas quisiera esta tibia mañana de junio:
Que él pudiera torcer la mirada un instante
y reconocerme en la niña que en aquel tiempo fui.
Sumergirme una vez más en ese gigantesco brazo,
que por entonces le bastaba para cargar
a la mujer en la que me convertí.
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