se sacude de encima su alma
y cambia su esencia.
Transmuta,
se abandona,
se pierde.
Se arrastra hasta el borde del acantilado de siempre.
Tira su cuerpo a la vera de ese camino
aciago y solitario.
El sol desértico aja despacio su piel
en un rito dulce y tortuoso.
La lluvia es bálsamo que cura sus llagas amarillas.
No se mueve, apenas un quejido.
Acepta su castigo como se acepta lo amargo
lo oscuro, lo hostil.
Es el precio a pagar por haber nacido.
Por acarrear con su existencia.
Y ella bien lo sabe.
Como cada nuevo decenio,
una nueva piel emergerá
desde lo más profundo.
Ya depuradas (casi vírgenes),
su alma y su esencia
se alistarán para una nueva batalla.
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