Escuchó la noticia de su propia muerte mientras se afeitaba, parado y con las piernas medio abiertas frente al lavabo. El anuncio lo estaba dando el mismo locutor que cada día -a las seis de la mañana- lo ponía al tanto de lo que sucedía en el mundo (como en una especie de cábala matutina, era incapaz de poner un pie en la calle sin haber escuchado el noticiero de las 6 am).Al principio le pareció una broma de mal gusto, un chiste macabro o un triste error en la información. Pero a medida que el conductor avanzaba sobre los acontecimientos que habían llevado a aquel hombre -que como cada mañana, se afeitaba de cara al espejo del baño- a quedarse sin vida, más desconcertado se sentía.Con un nombre como Aristo Neva las posibilidades que habían de ser sólo un homónimo del difunto eran muy poco probables. Y pensándoselo un poco mejor, casi imposibles. Nunca había terminado de comprender por qué sus padres se habían ensañado con él de esa manera, cuarenta y cinco años antes, en una triste habitación de hospital.
Dejó los movimientos automáticos que su mano hacía contra su rostro y se sacó restos de espuma con una toalla. Se acercó despacio hasta la habitación desde donde el locutor daba el anuncio del accidente y se desplomó sobre la cama sin entender si realmente estaba despierto. No había caso, mientras más esfuerzo hacía por comprender lo que estaba sucediendo, menos sentido le encontraba a lo que escuchaba. Al parecer había sido un choque en la autopista: él venía manejando por el carril correcto y a velocidad prudente hasta que se le cruzó en el camino algún trasnochado. Según fuentes de la policía, a juzgar por las marcas que había dejado el Sedan en el asfalto, Aristo habría pegado un volantazo repentino que lo dejó en la banquina sobre la que el auto empezó a dar vueltas hasta ir a parar contra una hilera de árboles que sujetaban el camino. “Todavía estamos tratando de determinar la causa del suceso. Es prematuro aún confirmar si se trató realmente de un accidente. Al parecer el otro coche salió de la nada para embestirlo”, decía el jefe de policía a cargo del operativo. “La muerte fue instantánea”, aseguraba una voz que él no alcanzaba a reconocer del todo, pero que le sonaba harto familiar.
Habían trasladado el cadáver hasta la morgue pues no había habido nadie que se presentara a reclamar el cuerpo y en lo primero que Aristo pensó cuando oyó esto último fue en sus seres queridos: debían estar todos convulsionados con la noticia. Llegó hasta el teléfono de la mesa de luz y quiso marcar un número. Pero ni un solo recuerdo le vino a la mente. De repente se dio cuenta que estaba solo en el mundo. Por elección propia, pero que más daba. Pensó en sus enemigos, que harían lo que fuera con tal de verle salir de su madriguera y entonces sintió que la ecuación empezaba a cerrarle. Sin embargo había cabos sueltos que no alcanzaba a atar del todo.
Aún perplejo, se vistió con lo que encontró a mano y, a medio afeitar, bajó por las escaleras del hotel. Llegó hasta el lobby y se encontró con el conserje de la mañana que en estado todavía somnoliento escuchaba la radio. Aristo nunca había sido bueno leyendo la cara de la gente y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para adivinar si el conserje ya estaba al tanto de la situación. Ni un solo músculo de la cara en aquel hombre le indicó la más mínima sospecha: el conserje desconocía que Aristo tenía casi 12 horas de fallecido. Llevaba viviendo allí casi dos meses y el personal del hotel lo trataba como a un integrante más de aquella gran familia. Salió a la calle, caminó media cuadra y entró en la cochera donde guardaba su sedan azul. Subió decidido a conducir hasta la morgue. Debía encontrarse cara a cara con su propio cadáver. Veinte minutos más tarde entró al edificio en el que, según las noticias de las seis de la mañana, habían ingresado el cuerpo sin vida de Aristo Neva. Después de sortear todos los obstáculos que le impedían llegar hasta el cadáver -tuvo que justificar un parentesco de primer grado, entre otros pormenores- entró en una bóveda blanca que emanaba olores nauseabundos de cadáveres en descomposición. Un sujeto pálido y enjuto abrió la puerta de la cámara y desde el fondo estiró una camilla cubierta por una sábana sucia y maloliente. Miró a Aristo esperando alguna mueca de aprobación para proceder y éste hizo una especie de gesto que simulaba una seguridad que no tenía. Le temblaba desde la boca hasta la punta de los pies. Tenía la garganta seca, el corazón le latía desparejo. Sintió que de un momento a otro caería desmayado ahí mismo. Aún así, le pidió al muchacho enjuto que prosiguiera.
Tal vez pensó -en un intento desesperado por no soltar el último bastión de cordura que le quedaba - que todo aquello era una absurda pesadilla y que una vez descubierto aquel cuerpo, (que vaya a saber de quién sería) despertaría. Pero nada de eso sucedió.
Lo que vio lo paralizó hasta dejarlo sin aliento. Era él mismo, inmóvil, tendido en aquella camilla, un color morado -morado de muerte absoluta- le atravesaba todo el cuerpo. Era él, sin lugar a dudas era él. Una arcada nacida desde lo más hondo le llegó a la boca en el mismo instante en el que se agachaba contra un tarro puesto a los fines. Se limpió la boca contra la manga de la camisa y esquivó la mirada perpleja del muchacho pálido que, sin emitir palabra, pedía explicaciones que Aristo no podía darle.
Salió con paso apresurado de la habitación. Dando tumbos llegó hasta la calle. Una vez en el auto empezó a golpearse la cara contra el volante: lo único que quería en la vida era despertarse de aquel sueño horrendo. Ningún hombre que mira su propia muerte a la cara tiene el coraje luego de seguir viviendo. Pasaron muchas horas. El sol empezó a alejarse. Casi sin darse cuenta ya estaba otra vez sobre la autopista que lo llevaría de vuelta a su casa. Pensó que aún había tiempo, que todavía no era tan tarde. Que no todo estaba perdido. Tenía tanto por hacer. Era un último intento desesperado. Las lágrimas le impedían ver con claridad la ruta. Manejaba con la inercia de quien vuelve de su propia muerte a remendar errores del pasado, pero al mismo tiempo con la pasmosa tranquilidad de quien tiene toda la vida por delante.
Quizás fue por eso que no vio el coche que venía de frente. O tal vez ya había resuelto batirse a duelo con la muerte en aquella carretera, sobre la misma en la que horas antes le habían arrebatado la vida. Pero en el último instante se arrepintió. O no le gustó lo que vio. Pegó un volantazo repentino que lo dejó en la banquina y sobre la que el auto empezó a dar vueltas hasta ir a parar contra una hilera de árboles que sujetaban el camino. Ya no sentía casi nada. La bocina no paraba de sonar y por sobre ella podía escuchar cómo transeúntes desconocidos empezaban a agolparse alrededor del automóvil. Antes de morir, alcanzó a ver en la pantalla de su teléfono celular la hora: eran las 7 de la tarde del jueves 23 de octubre. Entonces supo que ya nunca más llegaría a escuchar el noticiero de las 6 de la mañana.
Dejó los movimientos automáticos que su mano hacía contra su rostro y se sacó restos de espuma con una toalla. Se acercó despacio hasta la habitación desde donde el locutor daba el anuncio del accidente y se desplomó sobre la cama sin entender si realmente estaba despierto. No había caso, mientras más esfuerzo hacía por comprender lo que estaba sucediendo, menos sentido le encontraba a lo que escuchaba. Al parecer había sido un choque en la autopista: él venía manejando por el carril correcto y a velocidad prudente hasta que se le cruzó en el camino algún trasnochado. Según fuentes de la policía, a juzgar por las marcas que había dejado el Sedan en el asfalto, Aristo habría pegado un volantazo repentino que lo dejó en la banquina sobre la que el auto empezó a dar vueltas hasta ir a parar contra una hilera de árboles que sujetaban el camino. “Todavía estamos tratando de determinar la causa del suceso. Es prematuro aún confirmar si se trató realmente de un accidente. Al parecer el otro coche salió de la nada para embestirlo”, decía el jefe de policía a cargo del operativo. “La muerte fue instantánea”, aseguraba una voz que él no alcanzaba a reconocer del todo, pero que le sonaba harto familiar.
Habían trasladado el cadáver hasta la morgue pues no había habido nadie que se presentara a reclamar el cuerpo y en lo primero que Aristo pensó cuando oyó esto último fue en sus seres queridos: debían estar todos convulsionados con la noticia. Llegó hasta el teléfono de la mesa de luz y quiso marcar un número. Pero ni un solo recuerdo le vino a la mente. De repente se dio cuenta que estaba solo en el mundo. Por elección propia, pero que más daba. Pensó en sus enemigos, que harían lo que fuera con tal de verle salir de su madriguera y entonces sintió que la ecuación empezaba a cerrarle. Sin embargo había cabos sueltos que no alcanzaba a atar del todo.
Aún perplejo, se vistió con lo que encontró a mano y, a medio afeitar, bajó por las escaleras del hotel. Llegó hasta el lobby y se encontró con el conserje de la mañana que en estado todavía somnoliento escuchaba la radio. Aristo nunca había sido bueno leyendo la cara de la gente y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para adivinar si el conserje ya estaba al tanto de la situación. Ni un solo músculo de la cara en aquel hombre le indicó la más mínima sospecha: el conserje desconocía que Aristo tenía casi 12 horas de fallecido. Llevaba viviendo allí casi dos meses y el personal del hotel lo trataba como a un integrante más de aquella gran familia. Salió a la calle, caminó media cuadra y entró en la cochera donde guardaba su sedan azul. Subió decidido a conducir hasta la morgue. Debía encontrarse cara a cara con su propio cadáver. Veinte minutos más tarde entró al edificio en el que, según las noticias de las seis de la mañana, habían ingresado el cuerpo sin vida de Aristo Neva. Después de sortear todos los obstáculos que le impedían llegar hasta el cadáver -tuvo que justificar un parentesco de primer grado, entre otros pormenores- entró en una bóveda blanca que emanaba olores nauseabundos de cadáveres en descomposición. Un sujeto pálido y enjuto abrió la puerta de la cámara y desde el fondo estiró una camilla cubierta por una sábana sucia y maloliente. Miró a Aristo esperando alguna mueca de aprobación para proceder y éste hizo una especie de gesto que simulaba una seguridad que no tenía. Le temblaba desde la boca hasta la punta de los pies. Tenía la garganta seca, el corazón le latía desparejo. Sintió que de un momento a otro caería desmayado ahí mismo. Aún así, le pidió al muchacho enjuto que prosiguiera.
Tal vez pensó -en un intento desesperado por no soltar el último bastión de cordura que le quedaba - que todo aquello era una absurda pesadilla y que una vez descubierto aquel cuerpo, (que vaya a saber de quién sería) despertaría. Pero nada de eso sucedió.
Lo que vio lo paralizó hasta dejarlo sin aliento. Era él mismo, inmóvil, tendido en aquella camilla, un color morado -morado de muerte absoluta- le atravesaba todo el cuerpo. Era él, sin lugar a dudas era él. Una arcada nacida desde lo más hondo le llegó a la boca en el mismo instante en el que se agachaba contra un tarro puesto a los fines. Se limpió la boca contra la manga de la camisa y esquivó la mirada perpleja del muchacho pálido que, sin emitir palabra, pedía explicaciones que Aristo no podía darle.
Salió con paso apresurado de la habitación. Dando tumbos llegó hasta la calle. Una vez en el auto empezó a golpearse la cara contra el volante: lo único que quería en la vida era despertarse de aquel sueño horrendo. Ningún hombre que mira su propia muerte a la cara tiene el coraje luego de seguir viviendo. Pasaron muchas horas. El sol empezó a alejarse. Casi sin darse cuenta ya estaba otra vez sobre la autopista que lo llevaría de vuelta a su casa. Pensó que aún había tiempo, que todavía no era tan tarde. Que no todo estaba perdido. Tenía tanto por hacer. Era un último intento desesperado. Las lágrimas le impedían ver con claridad la ruta. Manejaba con la inercia de quien vuelve de su propia muerte a remendar errores del pasado, pero al mismo tiempo con la pasmosa tranquilidad de quien tiene toda la vida por delante.
Quizás fue por eso que no vio el coche que venía de frente. O tal vez ya había resuelto batirse a duelo con la muerte en aquella carretera, sobre la misma en la que horas antes le habían arrebatado la vida. Pero en el último instante se arrepintió. O no le gustó lo que vio. Pegó un volantazo repentino que lo dejó en la banquina y sobre la que el auto empezó a dar vueltas hasta ir a parar contra una hilera de árboles que sujetaban el camino. Ya no sentía casi nada. La bocina no paraba de sonar y por sobre ella podía escuchar cómo transeúntes desconocidos empezaban a agolparse alrededor del automóvil. Antes de morir, alcanzó a ver en la pantalla de su teléfono celular la hora: eran las 7 de la tarde del jueves 23 de octubre. Entonces supo que ya nunca más llegaría a escuchar el noticiero de las 6 de la mañana.
(Relato publicado por el diario Los Andes).
1 comentario:
Lindo circulito... me gustó. Recordé ese cuento de Cortázar del hombre que lee un asesinato que termina siendo el suyo...
Publicar un comentario