A mi amiga la Maga se le han puesto los ojos tristes esta tarde. Y no es para menos. Ha encontrado una fotografía de aquel esbelto pelilargo que desde un escenario en penumbras en el Square Madison Garden susurraba allá por 1973 “There's a lady who's sure / all that glitters is gold / And she's buying a stairway to heaven...” y le duele la idea de saber que ya está cercano a los setenta.
Intento sacarla de ahí lo más rápido que puedo y busco cualquier excusa que nos lleve a otro lugar. Porque cuando a la Maga se le ponen los ojos tristes el cielo entero pareciera oscurecerse de repente.
Entonces salimos a pasear por otras melodías, por otros compositores; me doy cuenta que ha salido de aquel lugar ensombrecido porque masculla algo sobre no encontrar un tema que quiere que yo escuche. De repente grita ¡lo encontré!, al tiempo que sale de su ensimismamiento y me pregunta si me gusta Janis Joplin. Pienso entonces en cómo es que sucede que la cabeza de la gente, muchas veces, no se condice con el cuerpo o con determinadas edades y la dejo hablarme de Janis Joplin (ella, hablarme a mí de Janis Joplin) mientras disfruto de las ironías de la vida.
Empieza a sonar “Cry baby” y un brillo divertido le atraviesa la mirada por primera vez en toda la tarde. Entiendo que ya no hay peligro: la Maga ha salido de ese lugar triste en el que la había dejado la imagen de un Robert Plant que ella ya no reconocía, para pararse en una ocurrente cornisa.
Entonces me pregunta si yo creo que algunas canciones fueron hechas para hacer el amor. ¿Será? Empiezo a ensayar una respuesta pero me doy cuenta que nunca lo había pensado. “Canciones para hacer el amor”, repito en voz baja para no interrumpir la melodiosa armonía que sube su volumen cuando llega al punto cúlmine, “Come on and cry, cry baby, cry baby, cry baby...”.
Y me parece que es cierto, que tiene razón, que algunas canciones fueron hechas para hacer el amor. Lo empiezo a delinear en mi cabeza cuando me llega desde algún recoveco esa canción de Elvis Costello, tan magistralmente interpretada por una Fiona Apple algo empastada, pero con una voz que haría temblar al más guapo de todos los guapos con solo empezar (“Oh, my baby baby / I love you more than I can tell...”).
Le voy dando forma cuando la Maga la hace sonar y se queda un rato largo en silencio, escuchando; luego -a mitad ya de canción- pone pausa, me mira con su cara seria (cuando la Maga enseria su rostro, el mundo se vuelve grave y formal) y me dice que sí, que esa es definitivamente otra canción escrita para hacer el amor.
Y la seriedad de la Maga es cosa seria.
Termino de convencerme de esta ocurrencia de la Maga mientras miro por la ventana cómo se va yendo, más despacio que de costumbre, la tarde. Me río para adentro pensando que con ellas (con la tarde y con la Maga) hoy aprendí que hay canciones hechas para hacer el amor.
Y eso, eso también es cosa seria.
Intento sacarla de ahí lo más rápido que puedo y busco cualquier excusa que nos lleve a otro lugar. Porque cuando a la Maga se le ponen los ojos tristes el cielo entero pareciera oscurecerse de repente.
Entonces salimos a pasear por otras melodías, por otros compositores; me doy cuenta que ha salido de aquel lugar ensombrecido porque masculla algo sobre no encontrar un tema que quiere que yo escuche. De repente grita ¡lo encontré!, al tiempo que sale de su ensimismamiento y me pregunta si me gusta Janis Joplin. Pienso entonces en cómo es que sucede que la cabeza de la gente, muchas veces, no se condice con el cuerpo o con determinadas edades y la dejo hablarme de Janis Joplin (ella, hablarme a mí de Janis Joplin) mientras disfruto de las ironías de la vida.
Empieza a sonar “Cry baby” y un brillo divertido le atraviesa la mirada por primera vez en toda la tarde. Entiendo que ya no hay peligro: la Maga ha salido de ese lugar triste en el que la había dejado la imagen de un Robert Plant que ella ya no reconocía, para pararse en una ocurrente cornisa.
Entonces me pregunta si yo creo que algunas canciones fueron hechas para hacer el amor. ¿Será? Empiezo a ensayar una respuesta pero me doy cuenta que nunca lo había pensado. “Canciones para hacer el amor”, repito en voz baja para no interrumpir la melodiosa armonía que sube su volumen cuando llega al punto cúlmine, “Come on and cry, cry baby, cry baby, cry baby...”.
Y me parece que es cierto, que tiene razón, que algunas canciones fueron hechas para hacer el amor. Lo empiezo a delinear en mi cabeza cuando me llega desde algún recoveco esa canción de Elvis Costello, tan magistralmente interpretada por una Fiona Apple algo empastada, pero con una voz que haría temblar al más guapo de todos los guapos con solo empezar (“Oh, my baby baby / I love you more than I can tell...”).
Le voy dando forma cuando la Maga la hace sonar y se queda un rato largo en silencio, escuchando; luego -a mitad ya de canción- pone pausa, me mira con su cara seria (cuando la Maga enseria su rostro, el mundo se vuelve grave y formal) y me dice que sí, que esa es definitivamente otra canción escrita para hacer el amor.
Y la seriedad de la Maga es cosa seria.
Termino de convencerme de esta ocurrencia de la Maga mientras miro por la ventana cómo se va yendo, más despacio que de costumbre, la tarde. Me río para adentro pensando que con ellas (con la tarde y con la Maga) hoy aprendí que hay canciones hechas para hacer el amor.
Y eso, eso también es cosa seria.