Los veranos en San Pedro eran intolerables. Clima árido por demás, polvo hacia donde uno mirase, y una infancia encendida a todas luces, que pretendía llevarse el mundo por delante.Desde mis escasos años de vida, las calles desérticas de aquel caserío sólo me remitían a pueblos abandonados de películas del Lejano Oeste, donde los cardos rodaban por calles de tierra y el viento seco pegaba de lleno en las caras de quienes se atrevían a hacerle frente.
Todas las casas estaban en sintonía: los pisos eran de tierra, el lugar de las puertas era ocupado por cortinas y ninguna de ellas pasaba del revoque grueso en sus paredes; al pueblo no llegaba la luz eléctrica y un sinnúmero de faroles a kerosene iban iluminando los hogares en una suerte de dominó gigante cuando la luz del sol empezaba su retirada e iba oscureciendo, una a una, todas las fachadas.
Inmensos y solitarios montes poblados de diminutos arbustos -de aspecto peloso y flores de color amarillo vivo- esperaban cada tarde a los más pequeños, en lo que era un juego de los tantos que inventábamos a falta de vidrieras o televisores. Juntar con nuestras propias manitos la jarilla que acababa convertida luego, en las manos laboriosas de nuestras madres, en frondosas escobas.
Casi todas las familias tenían en sus patios modestas quintas, encargadas de proveer las verduras frescas. En una que otra casa se podían observar también gallinas, conejos y cerdos.
Pero la nuestra, sin lugar a dudas era la que daba la nota: había, además, teros, dos nutrias, una cabra llamada Claudia, un lechuzo pequeño que respondía al nombre de Saturnino y por supuesto Valentina, la vaca.
Una sola cosa hacía que el pueblo entero enmudeciera de punta a punta: desde los niños hasta los animales. Era la hora de la siesta.
El silencio que reinaba en el poblado a la hora de la siesta era absoluto. No volaba ni una sola mosca en ninguna de las casas vecinas. Sólo se oía uno que otro pájaro a lo lejos. Durante ese periodo, el tiempo parecía detenerse en las paredes gastadas de la habitación y apelábamos a los instintos más primarios de nuestra imaginación para no morir de aburrimiento. Mirando el techo estudiamos minuciosamente las extrañas formas que pueden adquirir determinadas manchas, y tocando insectos -con palitos y a prudente distancia-, aprendimos a controlar nuestros miedos más primitivos.
El movimiento en la habitación del lado nos sacaba del impuesto letargo y le devolvía la movilidad al tiempo. Con mi hermano, saltábamos presurosos de nuestras camas y nos alistábamos para la mayor de las aventuras.
Llegar al lugar nos tomaba unos treinta minutos, pero que bien valían el esfuerzo y la larga caminata bajo el sol.
Una acequia rodeada de pasto nos esperaba cada tarde. Sobre ella, el mejor de los deleites: una planta de moras suspendida sobre la zanja, que con sus frutos carnosos, blandos, agridulces, ensombrecía el canal y mantenía el agua fuera del alcance de los rayos del sol.
Ni bien divisado, nos lanzábamos a la carrera. La ropa iba quedando desparramada al lado del camino y ya ni siquiera oíamos el "¡despacio, chicos!" de mi madre.
La habíamos bautizado "La mora caída" pues sus largas ramas acariciaban el agua con suaves movimientos en lo que parecían largos y pasmosos brazos bailando al son de una brisa que iba y venía de una punta a la otra de la acequia. Cada tarde llegábamos con la incertidumbre de no saber si aún estaría allí: la planta parecía de a ratos a punto de venirse abajo… pero nunca cedía.
Un sacrificado gajo soportaba nuestros juegos más insólitos. Las moras saltaban del árbol al son de nuestros intrépidos balanceos y se echaban al agua, sedientas y acaloradas. Eran canicas, balas, crayones y hasta diminutos hombrecillos dignos de ser rescatados de los caudalosos rápidos a los que eran empujados por temerosos animales de la selva.
Tendidos a la sombra de aquel viejo árbol pasamos los momentos más lindos de nuestra niñez. Al lado de una acequia que mi mente emparentó siempre más con un río que con un diminuto canal, alimentamos nuestros sueños y nuestros estómagos.
Muchos años más tarde volví a San Pedro. Era verano, el calor seguía siendo insoportable. Con ansias corrí hasta el que fuera nuestro tesoro más preciado (y hasta me pareció escuchar la voz de mi madre -como un eco lejano- pidiéndome que fuera más despacio). Me detuve en seco. Todas las imágenes que había conservado intactas se derrumbaron tras un par de parpadeos atónitos. El aroma agridulce de aquellos frutos morados que perfumaran mi infancia -y que mi memoria no había querido nunca olvidar- desapareció con la primera bocanada de aire que pude tomar.
“La mora caída” ya no estaba ahí. La acequia había desaparecido. Quizás algún lugareño, cansado de esperar una caída natural que nunca se producía, había terminado con ella en solo unos cuantos hachazos.
En su lugar, sólo quedaban los restos de mi infancia... y un par de moras caídas.