No sé en qué momento empecé a hacer crucigramas. Sé que la primera vez estaba intentando pasar las horas en una sala de espera atestada de gente que aguardaba impaciente el mismo médico que yo, y que al diario que yacía en mis manos sólo le quedaban la sección de deportes y clasificados sin leer. Entonces lo vi. Tan prolijo él con sus cuadritos negros llenos de definiciones y sus cuadritos blancos clamando por tinta y resoluciones; con sus bordes perfectos y sus flechas minuciosas.
Casi al descuido saqué de mi bolso una lapicera que siempre llevo conmigo (por si acaso, junto a un anotador) y me adentré en lo que para mi hasta hacía muy poco tiempo era el pasatiempo de un par de tontos (o miles en el mundo, tal vez).
Siempre me había parecido que quien dedica sus horas a hacer crucigramas tiene sobrado tiempo de más en su vida y que si encima lo malgasta dando respuestas a las tontas definiciones que algún caprichoso plasmó en un papel, es perfectamente incapaz de administrar sus ratos de ocio e invertirlos en cosas que realmente valgan la pena.
Quizás fue por eso que al principio la idea de ser yo quien daba las respuestas a esas vanas preguntas no tendría mayor importancia a futuro.
Al principio fue solo un juego para matar el tiempo sin tener que soportar las preguntas capciosas que los pacientes, ya impacientes, se hacían entre ellos para alivianar la estadía en aquel lugar. Y como mi experiencia en este tipo de juegos no era de lo más vasta sólo pude llegar hasta la mitad del crucigrama cuando la puerta se abrió y por fin escuché mi apellido.
Ese habría podido ser el fin de la historia y hasta ahí podría decirse que todo había ido bien. Pero cuando llegué a casa con esa rara sensación de haber terminado el día con alguna tarea inconclusa que no me dejaba avanzar con mi rutina nocturna, tamaña fue mi sorpresa al abrir mi bolso buscando la receta de mis nuevas medicinas y encontrar, al fondo y recluido en lo más oscuro de él, un papel de diario arrugado que se asemejaba bastante al periódico que había estado leyendo en la clínica.
Me senté en el sillón del living, nuevamente con mi lapicera y el crucigrama entre las manos, dispuesto a terminarlo para poder irme a dormir tranquilo. Pero las palabras fallaban una y otra vez ante los cuadros circunscritos y obtusos que sólo permitían cinco letras para definir “casualidad, azar”. Empecé a impacientarme frente a tan ajustados axiomas y la tentación me ganó de mano: abajo, a la derecha, en letras más pequeñas, y cabeza abajo, estaban las respuestas a todos los interrogantes que mi mente no era capaz de resolver. Decidí que hacer trampas no era el camino más indicado pero sí la única manera de terminar con lo que había empezado para poder dejarlo a un lado y seguir con mis tareas habituales. Primero pensé en ver sólo la palabra que -suponía yo- era la que trababa el resto de ese rompecabezas de vocablos. Pero al ver que ni esa palabra, ni la siguiente, ni la que le seguía liberaban el juego, opté por mirar todas las respuestas y escupírselas en la cara a ese recuadro que se había convertido de repente en mi único oponente.
Finalizada la tarea pude irme a la cama más tranquilo y sin la pesadumbre de haber dejado cosas inconclusas en ese día que ya se estaba yendo.
El día siguiente empezó como tantos otros, un café bebido a las corridas antes de irme al trabajo, el paso obligado por el kiosco de revistas a comprar un par de diarios y un día laboral ajetreado y lleno de problemas a resolver. Luego la salida de la oficina, pasar a tomar algo con los muchachos al bar de la esquina, de vuelta a casa, cenar algo frente al televisor e ir a la cama hasta que el despertador dé las siete y media y todo vuelva a comenzar.
Pero esa noche, mientras repasaba -como tantas otras noches- algunos acontecimientos del día, algo comenzó a inquietarme y esa sensación me asaltó al punto que aunque no podía describir, me incitaba a levantarme. Di varias vueltas por la casa a oscuras, entré en la cocina a tomar un vaso de agua y de repente me encontré parado frente a la mesita ratona del living. Ahí, a todas sus anchas, desparramado sobre la mesa, me sonreía un diario del que sólo había leído -a las apuradas- sus titulares. Entonces lo comprendí: no podía irme a dormir sin hacer el crucigrama del día.
Las semanas fueron pasando y lo que había empezado como una cosa de nada se transformó en un hábito diario (y hasta aquí está bien utilizado el término “hábito”, porque la obsesión propiamente dicha vino después) del que ya no me podía escapar. Así, no había noche en la que me fuese a dormir sin haber terminado el crucigrama de esa jornada.
No voy a negar que al comienzo mis buenas trampas hiciera espiando las palabras que no fluían de mí con facilidad, pero lo cierto es que al cabo de un tiempo -porque todas las definiciones se les repiten tarde o temprano- empecé a hacerlos sin ningún tipo de “ayuda” extra.
Las “itas” son los piojos de las gallinas, la letra griega de cuatro letras casi siempre es “kapa”, uno de los ríos de Francia es la mayoría de las veces “Loira”, el de Italia, de sólo dos letras: “Po”… y así hasta acabar.
Me di cuenta que el hábito empezaba a transformarse en obsesión cuando escuchaba a mis amigos hablar sobre temas de diversa índole y mi cabeza a toda velocidad armaba el crucigrama de sus vidas.
Eso sin contar lo insufrible que era estar todo el tiempo a la caza de palabras sueltas que mi cabeza convertía en definiciones de una determinada cantidad de letras para luego, en intentos desesperados, convertirlas en las resultantes adecuadas que cupieran en mis cuadritos mentales de manera perfecta, donde no tenía posibilidades de tachar o de hacer trampa mirando los resultados correctos que, por cierto, mi imaginación no tenía. Y ni hablar cuando mi propia obsesión me impulsaba a concatenar las definiciones de algunos de mis amigos con las de los otros para que encajaran en los crucigramas mentales que mi cerebro -ya a esa altura enfermo-, me exigía.
“Hijos” era la palabra vertical de cinco letras que se correspondía con “esposa” en su última letra horizontal, y también con “amor” en la penúltima de éstas. Y la “a”, de “auto” caía como anillo al dedo para la primera definición vertical de “hogar, vivienda, morada” (en su segunda letra, claro) que al mismo tiempo servía para “trabajo” en su penúltima letra horizontal. Y a la vez, la segunda “a” de “trabajo” era la quinta letra necesaria para conformar la palabra “amante” ante la lamentable definición de “tercera persona en discordia en una pareja”.
¡Pero que incongruencias! Palabras todas que cruzaban transversalmente el pensamiento lineal que cada uno de ellos tenía y que volcaban en las mismas conversaciones triviales de antaño, sentados alrededor de la mesa del bar de siempre en el que nos encontrábamos a diario a la salida del trabajo.
Entonces un día tuve lo que para mí había sido una genial idea: diseñar un crucigrama que nunca acabara. Un crucigrama que en una interminable combinación vertical y horizontal atravesara todas las palabras de la lengua castellana y que incluso fuese más lejos, que encontrara nuevas significancias a conceptos nunca antes descriptos por la humanidad: diseñaría un crucigrama de infinitas letras.
No estaba muy seguro sobre la manera en que debía empezar a fabricarlo, lo que sí sabía con una certeza absoluta era que debía contener, con letras que tanto horizontales como verticales cuajaran a la perfección, palabras nunca antes dichas, respuestas a preguntas nunca antes formuladas, acertijos imposibles de encontrar en ninguna adivinanza.
Me encerré en casa durante días, semanas, meses. Dejé de ir al trabajo, abandoné a mis amigos en el bar -que terminaron por cansarse de dejar mensajes que yo borraba sistemáticamente del contestador-, renuncié a mi cita semanal con el psicólogo y me adentré de lleno en la tarea. A duras penas sí comía algo -que por supuesto pedía por Internet para no perder el precioso tiempo que ahora necesitaba para dedicarme de manera exclusiva a mi crucigrama perfecto.
Mi casa se había convertido en un campo minado por crucigramas de diarios y revistas, un verdadero nido de ratas en las que éstas se hubiesen hecho un festín de lo más opíparo de dejarlas. Había crucigramas en el living, sobre la mesa de la cocina, desparramados sobre la cama, por el piso, en el baño, pegados con cinta adhesiva en las paredes: no había un solo rincón que no estuviese ocupado por esos cuadros negros y blancos que no hacían otra cosa que quitarme el sueño cada noche.
Pero, ¿por dónde debía empezar? ¿Debía encontrar primero las definiciones o hallar las palabras que con sus infinitas letras derivaran en las enunciaciones nunca antes expuestas? ¿Cómo debía ser el formato de este crucigrama que tendría un tamaño tan descomunal que no cabría en ningún papel? Esta última idea me aterró de solo evocarla y llegué a pensar que mi crucigrama infinito había muerto antes de ver la luz.
Entendí entonces que solo un lugar sería capaz de albergar un crucigrama de estas características: el nuevo invento del siglo XX, Internet. Allí, mi crucigrama podría tener la profundidad que yo quisiera darle, incluso infinita, porque aún cuando todos los servidores del mundo se llenasen de las definiciones que yo inventara, habría un punto en el que las palabras comenzarían a pasar por las mismas letras ya utilizadas para otras infinitas palabras y así sucesivamente, en un puente interminable de ecuaciones fluctuantes.
Más tranquilo, empecé entonces por las palabras que ya conocía y fui sumando con el pasar de los días nuevos conceptos, que encontraban definiciones hasta entonces desconocidas.
A los tres meses y con más de 5.300 definiciones, ya tenía una buena parte de la estructura de mi crucigrama pero aún no descifraba la manera de hacerlo infinito. Chocaba siempre con la misma constante: en un punto, el crucigrama daba una vuelta completa y volvía a comenzar sin haber pasado todavía por todas las letras que éste contenía. Incluso había letras que sólo se cruzaban entre sí no más de 3.451 veces.
Creí volverme loco, o es que acaso ya lo estaba, pero no podía darme por vencido. No después de haber llegado hasta donde estaba.
Me pareció que salir a tomar un poco de aire sería una buena idea después de tanto aislamiento. Quizás lograra despabilarme un poco y encontrar en la calle la respuesta que necesitaba. Afuera hacía más frío del que recordaba y supuse que ya habría empezado el invierno. Tras tanto encierro, había perdido la noción del tiempo.
Caminé por varias cuadras sin rumbo cierto y sin que nada viniera a mi mente a echar luz sobre mi problema más acuciante. Eran alrededor de las seis de la tarde cuando me detuve en una plaza y avisté un banco vacío en el que podría sentarme a pensar un rato.
Transcurridas un par de horas desde entonces y cuando estaba a punto de darme por vencido y regresar a mis lóbregos cuarteles, la vi. Un sol que ya estaba desapareciendo bañaba su cabello, rubio por demás, tiñéndolo de una brillantez que se asemejaba bastante a las monedas de oro cuando son vistas contra la luz. Concentrada por demás en la tarea que la ocupaba, no se jactaba de quien pudiese, como yo, estar observándola con total importuno. En cada una de sus manos sujetaba una cuerda que hacía girar incansablemente bajo sus pies y por encima de su cabeza, sin solución de continuidad. Entonces lo comprendí: si lograba que mi crucigrama no tuviese interrupciones de ninguna índole podría hacerlo infinito aún cuando no todas las palabras pasasen por las mismas letras una y otra vez: siempre y cuando no se interrumpiesen las palabras y las unas derivasen en las otras sin solución de continuidad, habría resuelto el dilema. Agradecí en silencio a esa niña que ignoraba por completo la ayuda que me había ofrecido sin saberlo y volví sobre mis pasos a toda velocidad. Una vez en casa me adentré de lleno en la tarea de acabar el infinito crucigrama. Pasé las seis semanas siguientes dándole los últimos ajustes a mi más brillante creación y me dispuse a “subirlo” a la nube de Internet para que el mundo entero me aplaudiera. Vendrían de todas las ciudades del país a preguntarme cómo lo había logrado, me llamarían de los lugares más recónditos del mundo para saber quién había sido capaz de romper el paradigma de los crucigramas hasta ahora conocidos, y, por supuesto, también me ganaría el odio de todos los hacedores de crucigramas finitos del planeta entero.
Tres golpes secos a mi puerta me sacaron del júbilo y la enajenación. Creí que alguien me había descubierto y venía resuelto a despojarme de mi magnífica idea y entré en pánico.
Atisbé por la mirilla a una señorita enjuta y vestida de blanco que sonreía al otro lado de la puerta de la habitación. Mascullé que en un momento le abriría y rápidamente me deshice de todo rastro que evidenciara mi más grande proeza. La mujer del otro lado de la puerta seguía sonriendo cuando la dejé pasar y tarareaba por lo bajo una melodía que se me hizo de pronto harto familiar.
- Buenas noches señor Segrob, es hora de su medicina-, dijo manteniendo el tono melódico mientras me extendía un vaso pequeño y una píldora blanquísima.
- ¡¿Mi qué?!-, repliqué desorbitado y fuera de mi.
- Ah, veo que ha tenido otra de sus regresiones, señor Segrob-, dijo sin que un solo músculo se distrajera, -¿En qué infinita hazaña se ha metido ahora?-, continuó.
- No, no… ¿qué hace usted en mi casa?-, insistí aún tratando de comprender lo que sucedía.
- Usted ya no está en su casa, señor Segrob- sonrió, -Pero no se preocupe, bébase esto y créame que en un par de horas se sentirá mejor-, dijo al tiempo que ponía sobre la palma de mi mano aquella pastilla y me obligaba a agarrar con la otra el diminuto vaso.
Todavía mareado por los últimos acontecimientos, tragué la pastilla que yacía en mi mano y tomé de un sorbo el agua. La señorita de blanco asintió complaciente y giró sobre sus pasos cerrando tras de sí aquella puerta que ya no se parecía a la de mi hogar.
Me quedé parado intentado desesperadamente encontrar la lógica de todo lo ocurrido sin hallar la punta del ovillo del cual empezar a tirar para comprender lo que me estaba pasando. En lugar del ovillo, sólo descubrí cuatro paredes blancas que se achicaban cada vez más y caían sobre mí, aplastándome una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…
Casi al descuido saqué de mi bolso una lapicera que siempre llevo conmigo (por si acaso, junto a un anotador) y me adentré en lo que para mi hasta hacía muy poco tiempo era el pasatiempo de un par de tontos (o miles en el mundo, tal vez).
Siempre me había parecido que quien dedica sus horas a hacer crucigramas tiene sobrado tiempo de más en su vida y que si encima lo malgasta dando respuestas a las tontas definiciones que algún caprichoso plasmó en un papel, es perfectamente incapaz de administrar sus ratos de ocio e invertirlos en cosas que realmente valgan la pena.
Quizás fue por eso que al principio la idea de ser yo quien daba las respuestas a esas vanas preguntas no tendría mayor importancia a futuro.
Al principio fue solo un juego para matar el tiempo sin tener que soportar las preguntas capciosas que los pacientes, ya impacientes, se hacían entre ellos para alivianar la estadía en aquel lugar. Y como mi experiencia en este tipo de juegos no era de lo más vasta sólo pude llegar hasta la mitad del crucigrama cuando la puerta se abrió y por fin escuché mi apellido.
Ese habría podido ser el fin de la historia y hasta ahí podría decirse que todo había ido bien. Pero cuando llegué a casa con esa rara sensación de haber terminado el día con alguna tarea inconclusa que no me dejaba avanzar con mi rutina nocturna, tamaña fue mi sorpresa al abrir mi bolso buscando la receta de mis nuevas medicinas y encontrar, al fondo y recluido en lo más oscuro de él, un papel de diario arrugado que se asemejaba bastante al periódico que había estado leyendo en la clínica.
Me senté en el sillón del living, nuevamente con mi lapicera y el crucigrama entre las manos, dispuesto a terminarlo para poder irme a dormir tranquilo. Pero las palabras fallaban una y otra vez ante los cuadros circunscritos y obtusos que sólo permitían cinco letras para definir “casualidad, azar”. Empecé a impacientarme frente a tan ajustados axiomas y la tentación me ganó de mano: abajo, a la derecha, en letras más pequeñas, y cabeza abajo, estaban las respuestas a todos los interrogantes que mi mente no era capaz de resolver. Decidí que hacer trampas no era el camino más indicado pero sí la única manera de terminar con lo que había empezado para poder dejarlo a un lado y seguir con mis tareas habituales. Primero pensé en ver sólo la palabra que -suponía yo- era la que trababa el resto de ese rompecabezas de vocablos. Pero al ver que ni esa palabra, ni la siguiente, ni la que le seguía liberaban el juego, opté por mirar todas las respuestas y escupírselas en la cara a ese recuadro que se había convertido de repente en mi único oponente.
Finalizada la tarea pude irme a la cama más tranquilo y sin la pesadumbre de haber dejado cosas inconclusas en ese día que ya se estaba yendo.
El día siguiente empezó como tantos otros, un café bebido a las corridas antes de irme al trabajo, el paso obligado por el kiosco de revistas a comprar un par de diarios y un día laboral ajetreado y lleno de problemas a resolver. Luego la salida de la oficina, pasar a tomar algo con los muchachos al bar de la esquina, de vuelta a casa, cenar algo frente al televisor e ir a la cama hasta que el despertador dé las siete y media y todo vuelva a comenzar.
Pero esa noche, mientras repasaba -como tantas otras noches- algunos acontecimientos del día, algo comenzó a inquietarme y esa sensación me asaltó al punto que aunque no podía describir, me incitaba a levantarme. Di varias vueltas por la casa a oscuras, entré en la cocina a tomar un vaso de agua y de repente me encontré parado frente a la mesita ratona del living. Ahí, a todas sus anchas, desparramado sobre la mesa, me sonreía un diario del que sólo había leído -a las apuradas- sus titulares. Entonces lo comprendí: no podía irme a dormir sin hacer el crucigrama del día.
Las semanas fueron pasando y lo que había empezado como una cosa de nada se transformó en un hábito diario (y hasta aquí está bien utilizado el término “hábito”, porque la obsesión propiamente dicha vino después) del que ya no me podía escapar. Así, no había noche en la que me fuese a dormir sin haber terminado el crucigrama de esa jornada.
No voy a negar que al comienzo mis buenas trampas hiciera espiando las palabras que no fluían de mí con facilidad, pero lo cierto es que al cabo de un tiempo -porque todas las definiciones se les repiten tarde o temprano- empecé a hacerlos sin ningún tipo de “ayuda” extra.
Las “itas” son los piojos de las gallinas, la letra griega de cuatro letras casi siempre es “kapa”, uno de los ríos de Francia es la mayoría de las veces “Loira”, el de Italia, de sólo dos letras: “Po”… y así hasta acabar.
Me di cuenta que el hábito empezaba a transformarse en obsesión cuando escuchaba a mis amigos hablar sobre temas de diversa índole y mi cabeza a toda velocidad armaba el crucigrama de sus vidas.
Eso sin contar lo insufrible que era estar todo el tiempo a la caza de palabras sueltas que mi cabeza convertía en definiciones de una determinada cantidad de letras para luego, en intentos desesperados, convertirlas en las resultantes adecuadas que cupieran en mis cuadritos mentales de manera perfecta, donde no tenía posibilidades de tachar o de hacer trampa mirando los resultados correctos que, por cierto, mi imaginación no tenía. Y ni hablar cuando mi propia obsesión me impulsaba a concatenar las definiciones de algunos de mis amigos con las de los otros para que encajaran en los crucigramas mentales que mi cerebro -ya a esa altura enfermo-, me exigía.
“Hijos” era la palabra vertical de cinco letras que se correspondía con “esposa” en su última letra horizontal, y también con “amor” en la penúltima de éstas. Y la “a”, de “auto” caía como anillo al dedo para la primera definición vertical de “hogar, vivienda, morada” (en su segunda letra, claro) que al mismo tiempo servía para “trabajo” en su penúltima letra horizontal. Y a la vez, la segunda “a” de “trabajo” era la quinta letra necesaria para conformar la palabra “amante” ante la lamentable definición de “tercera persona en discordia en una pareja”.
¡Pero que incongruencias! Palabras todas que cruzaban transversalmente el pensamiento lineal que cada uno de ellos tenía y que volcaban en las mismas conversaciones triviales de antaño, sentados alrededor de la mesa del bar de siempre en el que nos encontrábamos a diario a la salida del trabajo.
Entonces un día tuve lo que para mí había sido una genial idea: diseñar un crucigrama que nunca acabara. Un crucigrama que en una interminable combinación vertical y horizontal atravesara todas las palabras de la lengua castellana y que incluso fuese más lejos, que encontrara nuevas significancias a conceptos nunca antes descriptos por la humanidad: diseñaría un crucigrama de infinitas letras.
No estaba muy seguro sobre la manera en que debía empezar a fabricarlo, lo que sí sabía con una certeza absoluta era que debía contener, con letras que tanto horizontales como verticales cuajaran a la perfección, palabras nunca antes dichas, respuestas a preguntas nunca antes formuladas, acertijos imposibles de encontrar en ninguna adivinanza.
Me encerré en casa durante días, semanas, meses. Dejé de ir al trabajo, abandoné a mis amigos en el bar -que terminaron por cansarse de dejar mensajes que yo borraba sistemáticamente del contestador-, renuncié a mi cita semanal con el psicólogo y me adentré de lleno en la tarea. A duras penas sí comía algo -que por supuesto pedía por Internet para no perder el precioso tiempo que ahora necesitaba para dedicarme de manera exclusiva a mi crucigrama perfecto.
Mi casa se había convertido en un campo minado por crucigramas de diarios y revistas, un verdadero nido de ratas en las que éstas se hubiesen hecho un festín de lo más opíparo de dejarlas. Había crucigramas en el living, sobre la mesa de la cocina, desparramados sobre la cama, por el piso, en el baño, pegados con cinta adhesiva en las paredes: no había un solo rincón que no estuviese ocupado por esos cuadros negros y blancos que no hacían otra cosa que quitarme el sueño cada noche.
Pero, ¿por dónde debía empezar? ¿Debía encontrar primero las definiciones o hallar las palabras que con sus infinitas letras derivaran en las enunciaciones nunca antes expuestas? ¿Cómo debía ser el formato de este crucigrama que tendría un tamaño tan descomunal que no cabría en ningún papel? Esta última idea me aterró de solo evocarla y llegué a pensar que mi crucigrama infinito había muerto antes de ver la luz.
Entendí entonces que solo un lugar sería capaz de albergar un crucigrama de estas características: el nuevo invento del siglo XX, Internet. Allí, mi crucigrama podría tener la profundidad que yo quisiera darle, incluso infinita, porque aún cuando todos los servidores del mundo se llenasen de las definiciones que yo inventara, habría un punto en el que las palabras comenzarían a pasar por las mismas letras ya utilizadas para otras infinitas palabras y así sucesivamente, en un puente interminable de ecuaciones fluctuantes.
Más tranquilo, empecé entonces por las palabras que ya conocía y fui sumando con el pasar de los días nuevos conceptos, que encontraban definiciones hasta entonces desconocidas.
A los tres meses y con más de 5.300 definiciones, ya tenía una buena parte de la estructura de mi crucigrama pero aún no descifraba la manera de hacerlo infinito. Chocaba siempre con la misma constante: en un punto, el crucigrama daba una vuelta completa y volvía a comenzar sin haber pasado todavía por todas las letras que éste contenía. Incluso había letras que sólo se cruzaban entre sí no más de 3.451 veces.
Creí volverme loco, o es que acaso ya lo estaba, pero no podía darme por vencido. No después de haber llegado hasta donde estaba.
Me pareció que salir a tomar un poco de aire sería una buena idea después de tanto aislamiento. Quizás lograra despabilarme un poco y encontrar en la calle la respuesta que necesitaba. Afuera hacía más frío del que recordaba y supuse que ya habría empezado el invierno. Tras tanto encierro, había perdido la noción del tiempo.
Caminé por varias cuadras sin rumbo cierto y sin que nada viniera a mi mente a echar luz sobre mi problema más acuciante. Eran alrededor de las seis de la tarde cuando me detuve en una plaza y avisté un banco vacío en el que podría sentarme a pensar un rato.
Transcurridas un par de horas desde entonces y cuando estaba a punto de darme por vencido y regresar a mis lóbregos cuarteles, la vi. Un sol que ya estaba desapareciendo bañaba su cabello, rubio por demás, tiñéndolo de una brillantez que se asemejaba bastante a las monedas de oro cuando son vistas contra la luz. Concentrada por demás en la tarea que la ocupaba, no se jactaba de quien pudiese, como yo, estar observándola con total importuno. En cada una de sus manos sujetaba una cuerda que hacía girar incansablemente bajo sus pies y por encima de su cabeza, sin solución de continuidad. Entonces lo comprendí: si lograba que mi crucigrama no tuviese interrupciones de ninguna índole podría hacerlo infinito aún cuando no todas las palabras pasasen por las mismas letras una y otra vez: siempre y cuando no se interrumpiesen las palabras y las unas derivasen en las otras sin solución de continuidad, habría resuelto el dilema. Agradecí en silencio a esa niña que ignoraba por completo la ayuda que me había ofrecido sin saberlo y volví sobre mis pasos a toda velocidad. Una vez en casa me adentré de lleno en la tarea de acabar el infinito crucigrama. Pasé las seis semanas siguientes dándole los últimos ajustes a mi más brillante creación y me dispuse a “subirlo” a la nube de Internet para que el mundo entero me aplaudiera. Vendrían de todas las ciudades del país a preguntarme cómo lo había logrado, me llamarían de los lugares más recónditos del mundo para saber quién había sido capaz de romper el paradigma de los crucigramas hasta ahora conocidos, y, por supuesto, también me ganaría el odio de todos los hacedores de crucigramas finitos del planeta entero.
Tres golpes secos a mi puerta me sacaron del júbilo y la enajenación. Creí que alguien me había descubierto y venía resuelto a despojarme de mi magnífica idea y entré en pánico.
Atisbé por la mirilla a una señorita enjuta y vestida de blanco que sonreía al otro lado de la puerta de la habitación. Mascullé que en un momento le abriría y rápidamente me deshice de todo rastro que evidenciara mi más grande proeza. La mujer del otro lado de la puerta seguía sonriendo cuando la dejé pasar y tarareaba por lo bajo una melodía que se me hizo de pronto harto familiar.
- Buenas noches señor Segrob, es hora de su medicina-, dijo manteniendo el tono melódico mientras me extendía un vaso pequeño y una píldora blanquísima.
- ¡¿Mi qué?!-, repliqué desorbitado y fuera de mi.
- Ah, veo que ha tenido otra de sus regresiones, señor Segrob-, dijo sin que un solo músculo se distrajera, -¿En qué infinita hazaña se ha metido ahora?-, continuó.
- No, no… ¿qué hace usted en mi casa?-, insistí aún tratando de comprender lo que sucedía.
- Usted ya no está en su casa, señor Segrob- sonrió, -Pero no se preocupe, bébase esto y créame que en un par de horas se sentirá mejor-, dijo al tiempo que ponía sobre la palma de mi mano aquella pastilla y me obligaba a agarrar con la otra el diminuto vaso.
Todavía mareado por los últimos acontecimientos, tragué la pastilla que yacía en mi mano y tomé de un sorbo el agua. La señorita de blanco asintió complaciente y giró sobre sus pasos cerrando tras de sí aquella puerta que ya no se parecía a la de mi hogar.
Me quedé parado intentado desesperadamente encontrar la lógica de todo lo ocurrido sin hallar la punta del ovillo del cual empezar a tirar para comprender lo que me estaba pasando. En lugar del ovillo, sólo descubrí cuatro paredes blancas que se achicaban cada vez más y caían sobre mí, aplastándome una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…