El pueblito se llama Los Cerrillos; creo, pues en aquella época nos mudábamos demasiado y a mi corta edad no resultaba fácil retener tantos nombres. Estaba ubicado en algún lugar perdido en el mapa argentino, en los límites entre San Luis y Córdoba.
Tengo la vaga idea de haberlo buscado un par de veces, en intentos desesperados por recrear parte de mi pasado; pero nunca logré divisarlo en medio de tanta geografía (y acaso también dudé alguna vez de su existencia).
La casa en la que vivíamos la había construido mi padre con la suma de algunas voluntades de la zona, y aunque aún le faltaban terminaciones, la premura por no seguir "de prestados" en lo de doña Joaquina, que tan amablemente nos acogiera cuando llegamos sin un lugar definido para vivir, hizo que obviáramos algunas "comodidades".
Sus habitaciones no eran nada del otro mundo –pisos de tierra, cortinas por puerta- y sintonizaban con las del lugar. Sin corriente eléctrica; velas y un solo farol a kerosén, evitaban las penumbras cuando el día se iba apagando. Un patio trasero poblado por siete naranjos, con sus frutos redondos, grandes y dulces, fue testigo de largas siestas de invierno sentados bajo el sol.
Al fondo, justo al lado del gallinero y frente al horno de barro -responsable directo de los olores mas finos de mi niñez- la quinta: acelga, tomates, lechuga, pintaban cada temporada.
Nuestra casa colindaba con la del comisario del pueblo. Era el año 1977. Pueblo chico en el que todos se conocen, cuando el chancho de don Jacinto desapareció, la comisaría se inundó de vecinos que iban a declarar cuándo y dónde lo habían visto por última vez.
Todos los habitantes de Los Cerrillos tenían como única fuente de ingresos la cosecha: de papa, zanahoria, ajo, cebolla. Hombres, mujeres y hasta niños se alistaban antes del alba para adentrarse en los campos. Se los veía regresar al caer la tarde, con sus cuerpos cansados, las manos negras, la piel curtida, las ropas sucias.
En las cosechas no se ganaba demasiado y había que apelar a los instintos más naturales de supervivencia. Mi madre le vendía huevos al dueño del almacén para poder comprar la carne, y mi hermano naranjas, que a nosotros, nos sobraban.
Una tarde, mi padre decidió que los pollitos de colores –sí, pollitos de colores- podían venderse con suma facilidad, como quien vende souvenires a turistas de paso. Aunque claro estaba que a ese pueblo nunca iba nadie. El proceso era bastante sencillo y los elementos necesarios, pocos: anilina de diversos colores, un balde y pollitos recién nacidos (que a juzgar por nuestro gallinero, no faltarían).
Cuando el pollito rompía el cascarón, húmedo todavía por los restos de clara, lo sumergía unos segundos en el balde con anilina -previamente calentada a treinta y siete grados- al cabo de los cuales el pollito resurgía con su nuevo color y volvía a la incubadora para terminar el proceso de secado.
Hasta allí la cosa iba de mil maravillas: los pollitos, una vez secos y con su pompón armado, irradiaban los colores más insólitos. Los había verde calipso, rojo borravino, azul furioso.
Sólo un problema se suscitó. Cuando los pollitos, una vez secos iban a parar al gallinero, el resto de sus pares, al verlos diferentes -estimo que por la variedad de colores- no dejaban de picotearlos y se armaban unas bataholas impresionantes. Pues hubo entonces que tomar la precaución de mantenerlos separados por colores. Y allá iban los coloraditos a un gallinero, los verde calipso a otro, los azules al fondo.
Un cartel en la puerta del frente bastó para despertar la curiosidad de los vecinos, que empezaron a comprarlos por doquier. Pero los pollitos, al cabo de unos treinta días, al cambiar las plumas, perdían toda gracia y novedad.
Con el tiempo, los lugareños, desencantados, dejaron de comprarlos. Dejamos Los Cerrillos cuando yo tenía seis años. Mi padre ya no "fabrica" pollitos de colores. Mi hijo, que ahora duerme plácidamente su siesta, cumplirá dos años el mes próximo.